En
las mitologías fundacionales del Estado Moderno se han elaborado fantasías
contractualistas que postulan un hipotético primer momento social, en el cual
supuestamente habríamos pactado vivir en sociedad. Lo cierto es que la historia
ha sido escrita por aquel que ha ganado, y el mito contractual le ha sido útil al
dominador para encubrir una violencia originaria. Un saneamiento de la historia
a través de la bella retórica de la filosofía política. Basta con no ir más lejos que nuestro propio
país o continente, esta Latinoamérica lacerada, para verlo en la realidad. ¿En qué momento de la historia
de Chile una carta fundamental ha sustentado su nacimiento en otra cosa que no
sea la violencia, o al menos la simple amenaza de la fuerza? Si hubiera un
Tribunal Universal, podríamos alegar la ilegalidad de toda la historia de la
república, sustentado en el antiguo vicio de la fuerza. Bajo la fría lógica
civil, la respuesta más recta del hipotético juez sería “retrotráigase a las
partes a su estado anterior”, e indemnícense los perjuicios, agregaría yo.
Así
las cosas, anterior a todo ordenamiento jurídico, parece subyacer un primitivo
y originario derecho a la defensa, emanado de la violencia originaria misma,
antes de que el dominador asegurara su dominio y anterior a cualquier
elaboración teórica posterior que busque justificar la apropiación del monopolio
de la fuerza por el Estado. Un derecho que no precluye ni prescribe, que no se
agota en su ejercicio sino que se reafirma, y que del mismo modo convive
simbióticamente con el ejercicio del poder, ya lo dijo Foucault, no hay poder
sin resistencia. De esta manera sobrevive hasta nuestros días, como un deber
para con la realidad, el derecho a defenderse y resistir a esta violencia
originaria, la que por ser borrada y encubierta de la memoria de los pueblos,
se mantiene siempre actual y presente con naturaleza fantasmática.
Es
importantísimo. Hay que preservar para todos los pueblos del mundo el legítimo
e inalienable derecho a defenderse y rebelarse contra toda violencia de la
autoridad, en la cual se reactualiza siempre el fantasma de la violencia original.
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