Sofía, yo te llamé Gardenia desde el
primer momento que te vi, aún antes de haber conocido a Magnolia, y aún después
de haberme sanado de ella. Sofía, tenías unos ojos de misericordia que no
podías evitar, parecías mirar con piedad a todo el que se te acercara, aunque
no fuera así. No tenías maravillas, Sofia, nunca fuiste más que un barco
perdido, naufragando en un puerto, nunca llegaste más lejos que el vuelo del
pájaro enjaulado, no bailaste con el silencio del cielo astronómico.
Un día me diste la espalda Sofía,
clavándome con un Do profundo en la pared del vacío donde tú vivías todos los
días, me atropellaste de la misma manera con que un alacrán acaricia a las
larvas. Estará demás decir que nunca aprendiste el lenguaje de las panteras ni
la mímica de los camaleones. Siempre fuiste pésima pescando estrellas dormidas.
Pero a pesar de todo eso, debo decir, Sofía, que nunca hubo una persona que
saltara sobre los rejas de las bibliotecas y construyera puentes de rescate mejor
que tú, jamás vi una mariposa que se comparara a tu vuelo entre las páginas,
dibujando con su estela pedazos de poetas, caballos de Dalí, grandes fiestas de
Baco, fabulosas luchas contra titanes en el centro del universo, en la prisión
cósmica, ganando al tiempo y al espacio como trofeos invaluables, patrimonios
de los ojos y del alma. Sólo tú alguna vez me amalabaste el noema, Sofia,
recuérdalo, esos salvajes ambonios que se espejunaban, se apeltronaban y se
reduplimiaban sobre tus hurgalios, junto a mi troc, hasta que balparmándome los
murelios bebíamos de la misma copa gritando con júbilo ¡Evohé!¡Evohé!
Te miraba, Sofía, desde la ventana de
tu pieza, como cerrabas la reja y volvías a entrar, yo te estaba esperando,
sentado en tu cama. Me puse la camiseta porque de pronto sentí un poco de
vergüenza. Siempre me sentía repentinamente ajeno cuando estaba desnudo en tu
cama después de haber hecho el amor, te gustaba abandonarme siempre, siempre
tenías un motivo distinto para levantarte y hacer algo en vez de quedarte
conmigo. Siempre tuviste un motivo para no estar conmigo. Te ibas saltando por
un camino de piedras que no sonaba, que no se veía. Cuando yo te invadía me
abandonabas en un mundo en el que no se dan las gracias, en el que las manillas
del reloj se mueven cada una en distintos sentidos. Y tú forma de acompañar era
el silencio sordo, que resuena en los oídos como un silencio negativo, no
ausencia de sonoridad, sino presencia de desgano comunicativo , y tu forma de
no estar era una ola que con su embestida siempre arrastraba arena hacia el
mar, pero siempre seguía habiendo más.
Y de pronto subías las escaleras con
tus pisadas de lobo hambriento, y llegabas arriba y me mirabas con tus ojos de
ocelote disimulando, disparándome sin hablar un odio que no comprendía. Ya
sabía lo que querías; que me marchara, pero no te lo iba a dar tan fácil. No me
soportabas un segundo más de lo que te duraba el orgasmo, como una lluvía que
caía sobre todo Santiago, por veinte minutos, por veintidós minutos, por treinta
y seis minutos, volver a empezar, por treinta y tres minutos más, o por
veintinueve minutos más, y luego recogías tus manos desde todas partes, tus
dientes, tus ojos desparramados por el suelo, debía separarte alquímicamente de
la sábana enterrada, del ataúd colchón en el que morías, en el que me querías
matar y te revivías, y yo te buscaba tu mirada con la mía y no la encontraba
sino de casualidad pasando de esconderse entre la pared y el suelo, y entre el
suelo y la ventana, y entre la ventana y la puerta. Y cuando la encontraba, tu
mirada me silenciaba el pensamiento. Nunca te entendí. Nunca entendí a nadie.
Que ganas de decírtelo, de gritarte ¡Toma tu antipatía y ándate al carajo! Pero
era más que eso, era un bosque que habitaba afuera de tu habitación, un puente
roto que brotaba desde ti en todas las direcciones. ¿Todavía piensas en ese
charlatán que te lee Rimbaud sin pintar la alquimia del verbo con los colores
de la basura de ayer?
De
verdad, no he conocido a ninguna persona que no fuera una isla, ninguna persona
que no fuera imposible de alcanzar en su profundo más centro. Que tarea la
imposible. Que soledad la insondable. Y todos andan correteando por ahí
ansiosos de felicidad, tan obligados a desear la felicidad, si la alcanzaran
seguramente no la disfrutarían, el espacio del deseo, el saco roto. El anhelo
de la felicidad te hace consciente de su ausencia. Desear es asumir su
ausencia. Sigues siendo infeliz por andar buscando la felicidad, Sofía, y que
culpa tengo yo.
Te robaría, Gardenia, a ti, o en
verdad, a cualquier otra, o a Magnolia. Si el amor predefinido existe, entonces
no eres especial, si no existe, entonces no lo eres tampoco, entonces puedes
ser cualquiera y no ser tú, cualquier nombre que empiece con S o con F o con B,
o con C, o entonces cualquier chica que he visto agachada en la calle
recogiendo un gatito, o te he visto en cualquier fila de supermercado, o
acostada en un sillón jugando con tus pies, o entonces te he visto desde una
ventana muy alta, sentada en una plaza esperándome que termine de trabajar.
Quizás te he dicho ¡hola! En un ascensor entre un piso 6 o un piso 15, y me
bajo a continuación con el pecho lleno de palabras. O fuiste la aguja que me
tatuó el brazo, o la mano que sostuvo la aguja, o el pelo casi crespo, los ojos
casi hermosos que vi a través de los lentes, el dolor casi paciente que soporte
mirándote. Tal vez fuiste la que imaginé cuando leía Stendhal y que atrapé
luego en un libro empastado en imitación de cuero verde con letras doradas, la
que se clavó como una aguja a martillazos en un dibujo de mi pared,
inconsciente de estar dibujando milimétricamente tu retrato fallido, oculto en
un dios hindú de cuatro brazos desproporcionados, que luego tuve que borrar y
volver a dibujar por ser insoportablemente alegórico. La que intenté ignorar
estoicamente cuando te vi en el metro y luego corriste a saludarme con tu cara
de fantasía intacta como la primera vez, y me conversaste con tu agitación que
tanto conozco, que no puedes ocultar, atropellando las palabras como sólo lo
haces tú cuando estás nerviosa.
De
verdad te robaría, te encerraría en un día nublado que amenaza con llover,
porque sabes que esos días son los nuestros, y porque sabes que sé que también
en estos días así piensas en mí. Y así nunca más podrías huir. Podría retenerte
por más de dos semanas, que es lo que dura el ciclo de tu apego. Andando y
desandando la misma historia, borrando todas las noches lo escrito para volver
a escribirlo y volver a borrarlo para volverlo a escribir. Magnolia, sabes que
si quiero te escribo un poema. ¿Qué diferencia tendría si la próxima vez te
hiciera el amor en la luna? ¿Con que fe me duermo cuando despiertas del sueño
de haber dormido que soñabas que tu fe me duerme despierto cuando crees que no
creo, y creo que crees que sueño con tu sueño y no sabes que sé qué crees que
quizás mañana, quizás otro día, y quizás te duermes en tu fe que piensa que sé
y sabes que pienso que no crees en lo que sabes, que más bien no sabes en lo
que crees, que esperas que crea lo que crees para creer que te crea, querer que
te crea para creer que también quiero creer lo que crees, creer que en esta
vida también, que en esta vida si, que en esta vida aunque, que en esta vida
siempre.
¿Te puedo contar un secreto, Magnolia?
Cada vez que paso por afuera de la casa donde vivías, miro tu ventana, esa
ventana sin cortinas, y espero que se cruce al menos tu recuerdo, al menos tu
fantasma, que para mi sigue viviendo ahí, entre esa pila de recuerdos que no se
pudieron quemar, y te he santificado en mi memoria coronándote con la estrella
que tú misma pescaste en la turbulencia de una noche sin cielo. Te erigiste,
Magnolia, como un memorial, propio de tu naturaleza alegórica, para el recuerdo
de todas las personas a quienes amando he dañado, razón y ser de todas las
culpas, sentido de todas las búsquedas. Regrets! Regrets! Regrets! La
arquitectura contradictoria del devenir que me he dado, que me ahoga cuando la
pienso… Shanti! Shanti! Shanti!
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