Esa
fue la primera vez que la vi, resplandeciendo desde el otro lado del lugar, ahí
estaba ella, podría describir la escena de memoria, porque me quedó grabada a
fuego en los ojos, ahí estaba ella, conversando, riendo, me paralizó. Me miró
un segundo, y desde sus ojos explotó como una aurora un rayo, una luz de
distancias que rompió la tempestad como un faro imponente y me desbancó, su
resplandor me transfiguró como las manos del alfarero, me convertí en un crisol
y la aguja de su pupila transformada en filo centelleante me apuntó, atravesó
mi chaqueta, polerón, polera, piel, carne, músculo y huesos y se clavó en mi
corazón dejando una herida sangrante que me inundó, un torrente desbordante, y
me marcó con hierro, un disparo a quemarropa en mi memoria, indeleble como la
ruta de las estrellas, un olor a pólvora quemada que se impregnó en mi
habitación, que luego recordaría como a la frustración, que me ahogaría como
las copas de lágrimas que se rompieron en su honor, sobre el telón de pétalos
marchitos que se desplegaban al recuerdo de su voz y como la noche agobiante
sin estrellas que se cernía sobre mí al cerrar los ojos, al hurgar en lo
profundo de mi imaginación, donde solo encontraba la acuarela de sus ojos
velándome como fúnebre crespón.
Pocas
veces la vi, es cierto, pero me dejó una resaca de desilusión, y caí desde una
nube en picada como el altazor, tuve que prohibir su voz, su abrazo cálido, el
candor de su rubor, el ardor de su recuerdo, la infinidad de mi dolor, la
canción de su ausencia, la cicuta de su despreocupación.
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