Echaba
de menos tu ausencia, Magnolia, tu melancolía en mis paseos nocturnos, casi
olvidaba como era extrañarte, ese submarino hirviendo en mi pecho, amargo vacío
extenuante, náusea cortazareana, tensión insomne. Cuando casi me rendía, casi
entendía que no podía ser así. Cuando mi último tiro parece haber fallado a
pesar de haberte acertado, y no se puede sino perder. Nos vemos de nuevo cuando
esté a punto de desfallecer esa pena, se que volverás a robarme la calma cuando
la haya encontrado. Moriremos como vivimos.
Esa
flama incandescente que en vez de hacerme un ser ígneo me transforma en pura
ceniza, brasa apenas crepitante, y me deslumbra más la silenciosa punta de mi
cigarro que el resplandor marchito de mis ojos. Me consume parcamente como una
implosión lo que debería ser pirotecnia sorprendente. Es que la melancolía de
ti siempre ha sido más una gota de sudor frío que me arrolla la espalda. Un
recuerdo inmediato, que empezó a ser olvido a penas dejó de ser momento ¿De qué
me sirve tener la palabra precisa, la valentía perfecta? Ojalá pase algo que te
borre de pronto.
Y
las calles se vuelven interminables o las piernas muy cortas, y el segundo muy
largo y la pena muy ancha. Y la impaciencia muy honda. Y la desesperanza
siempre ha sido mi enfermedad innata, tal vez nací bajo una constelación
triste.
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