En
el jardín del frente hay rosas naranjas, que ganas de robar una.
El
patio de mi casa era de tierra, tenía un perro flaco y negro que no logro
recordar muy bien, el techo era de planchas amarillas semitransparentes y unos
cordeles para tender la ropa cruzaban el patio de un extremo al otro, un día
puse una silla y me subí para colgarme de uno de los cordeles, cuando lo hice,
obviamente el cordel no resistió y se cortó, me caí al suelo, botando la silla,
me hice una herida en la rodilla. Saqué el cordel entero para intentar que
pasara desapercibido y me hice el tonto con la herida, no lloré. De todas
formas me descubrieron.
Recuerdo
vagamente haber visto al papa Juan Pablo II cuando visitó nuestro país, tengo
una idea de las personas que me acompañaban, y de las cosas que pasaron. Luego
supe que extrañamente eso había ocurrido varios años antes de que yo naciera.
El santo padre se reunió con el dictador. Y después es uno el loco y el mundo
el cuerdo.
Me
pediste que te recomendara un libro o un autor, que querías leer algo nuevo,
persona que no recuerdo quien eres, y me acuerdo que te dije casi
maquinalmente, “Cortázar, Rayuela” y un segundo después te dije “¡No! olvida
eso, no leas Rayuela, mejor lee Dostoievski, Los Hermanos Karamazov o Crimen y
Castigo, o quizás algo de Tolstoi, La Guerra y La Paz, o Ana Karenina, te los
puedo prestar yo si quieres, pero no leas Rayuela, por favor no, al menos no lo
hagas por recomendación mía. No quiero ser el culpable de que hayas leído la
Rayuela y de todo lo que pueda pasar después”. Persona que no recuerdo quien
eres, espero sinceramente que no lo hayas leído.
Cuando
me miras a los ojos intentando robarme la vida de los míos, me miras con hambre
y saciedad, suplicándome con la vista que te explique lo que sientes. Miras a
mis ojos que se miran en los tuyos, con una mirada ardiente que trata
derretirme para fundirme en ti, extrañas la unidad primitiva ¿Y de verdad crees
que yo puedo saciar lo que tiene hambrienta a tu alma?
El
Santuario de Santa Teresa de Los Andes aún está inconcluso. Me gustaba ir
porque mi papá compraba volantines y dulces de merengue, además había pasto y
se podía jugar a la pelota. Era divertido el cínico aire de solemnidad que
adoptaban las personas al entrar al templo; divertido porque se sabía que eran
personas sin principios, y que sólo iban para allá por egoísmo, porque en su
mitología ridícula, ir a rezarle una vez
al año les iba a ayudar a obtener las cosas que querían. Normalmente dinero, o
más dinero, y cosas materiales como autos, casas, etc.
Recuerdo
que algún compañero de colegio, no sé quien, tiró la pelota con la mano. Todos
saltamos en un enredo enorme de cotonas café, bototos negros y preadolescentes
transpirados. Empinándome con esfuerzo, mi cabeza prevaleció por sobre las de
los demás conectando con la trayectoria del balón, pero en ese mismo momento,
inexplicablemente y contra todas las leyes de la lógica, de alguna manera una
pierna con su respectivo pie y bototo se elevó de tal manera que me pateó entre
el cuello y la nuca. La vertiginosidad de la situación me hizo cerrar los ojos.
Luego caí al suelo quejándome profusamente, y al abrir los ojos, la primera
persona que vi en frente mío fue asumida por mi cerebro inmediatamente como
culpable. Un niño más bien gordo y con cara de ratón, se llamaba Daniel. Era
mucho más bajo que yo, y claramente no tenías las aptitudes morfológicas ni
gimnásticas para la pirueta necesaria
para patearme el cuello en un salto. Fue un mecanismo de consuelo para
mi autoestima. Siempre supe que a pesar de que irracionalmente vinculaba su
rolliza humanidad con mi infortunio, no había sido él. Quién fue, nunca lo
sabré. El culpable guardará el secreto hasta la tumba.
Cuando te fuiste, Magnolia, dejé de
escribir, estaba convencido de que no podía seguir sin ti, y qué pocos días me
tomó olvidarme de esa convicción, volver a escribir inconscientemente, escribir
por instinto. Pensé que sería muy dura la espera, y cuando me di cuenta, ya ni
me acordaba que seguía esperándote.
- El hoy es ahora, no esperes al mañana
que puede no llegar a ser hoy, menos si estás hablando con un suicida, te
puedes sorprender Magnolia-.
-
¿Me estás amenazando? Si me regalas dieciséis primeros besos, diecisiete
últimas oportunidades. No te olvides de mi paciencia también Tristán, que te puedes
sorprender. Tengo gran confianza en el
futuro porque te conozco, se que estás encerrado en el laberinto rectilíneo,
estás esperando a que el laberinto te deje salir, eres demasiado humano para
arrancar volando.
Yo
sé que con esa mirada buscas desarmarme.
¿Te
has puesto a pensar en la manera en que nos encontramos los humanos sobre la
tierra? es decir, he estado viendo algunos trabajos de Marina Abramovic y Ulay,
que ni siquiera se refieren a esto, pero me han hecho reflexionar, hay una
fotografía en que salen los dos, uno frente al otro, en actitud como de estar
gritándose mutuamente. Sácales la ropa, sácales el fondo y ponlos en un bosque
o en un campo, y piénsalo de nuevo, desvístelos de su cultura, quítales su
civilización, y velos como animales netos, sólo como un atado de carne nervios
y huesos. Qué horrible. Compartimos este lugar común que es el planeta en una
lógica de violencia y enfrentamiento, debe ser una contradicción biológica,
existir para andar por ahí recorriendo el mundo chocando unos con otros.
Inventamos el lenguaje, me acuerdo alguna vez haber aprendido sobre la lógica
formal, es sorprendente, admirable sin duda, el desarrollo de un lenguaje
infalible, claramente le debemos mucho a ello. Pero a pesar de todo eso, se nos
hace abismalmente difícil poder comunicarnos, no emitir y recibir sonidos, sino
que comunicarse de verdad, participar de la realidad del otro, y hacer
partícipe al otro de la nuestra, comprender lo que el otro quiere transmitir,
ponerse en su lugar, entenderlo de una manera tal que nos sintamos ser el mismo
emisor de lo que estamos oyendo, leyendo, sentir como él siente gracias a lo
que el otro nos está comunicando. Podemos estar tan cerca del otro y a la vez
estar tan lejos ¡Tan lejos! A veces cuando voy por la calle o cuando estoy
entre medio de otras personas me da la impresión de estar viendo sólo a ciegos
y sordos gritándose absurdos monólogos unos a otros, incluso a veces estando
frente a frente. Y lo siento aún más cuando me sucede a mí, que por más que
hablo con alguien, sé que no me está escuchando, o cuando alguien me está
hablando a mí, a pesar de que le presto atención, simplemente no puedo
compartir lo que me está ofreciendo, y me pregunto, cómo podemos ser tan
miserables. Pero contigo, Magnolia, algunas veces sentí cruzar ese abismo, fue
aterrador. Fue una sensación de desnudez el tenderte la cuerda para que
cruzaras hacia acá también, y luego cuando te devolviste por ese puente
Magnolia, no lo quiero recordar.
A
veces me demoro a propósito cuando paso por afuera de tu casa, esperando que me
gane la debilidad
Recuerdo
un momento terrible en que estaba en mi pieza, y de pronto, sin ningún motivo
especial, empecé a sentir como si la ropa me apretara, me inquieté súbitamente,
el calor me sofocaba, un calor que no era real, pero que se sentía ciertamente
muy espeso y pegado a la piel, y las paredes se inclinaban sobre mí,
amenazantes, y el techo pendía como de un hilo, ansioso por aplastarme. Comencé
a sentir de repente un vacío que quemaba como el hierro caliente, la piel
tirante, y no podía dejar de frotarme las manos y de empuñarlas y apretarlas
desesperado. Luego comencé a restregarme la cara frenéticamente, a pasarme las
manos por el pelo y después a tirármelo, a intentar con fuerza abrir un poco el
cuello de la camisa que me tenía encerrado. Y me rendí ante un bombardeo de
recuerdos de frustraciones que no pude ignorar, no pude sacarlo de mi mente,
estaba teniendo el ataque de ansiedad y soledad más fulminante que nunca hube
experimentado antes. Me abalancé sobre la última cajetilla de cigarros y estaba
vacía, quería borrarme por completo. Luego busqué por todas partes algunas
monedas para comprar más cigarros, no encontré nada, o más bien solo algunas
monedas de diez pesos que no alcanzaban para nada. Volví a sentarme
desesperado, tenía unas ganas de morir como pocas veces tuve, y me asusté mucho
pensando que estaba enloqueciendo, que se me estaba desatando la amenaza de
esquizofrenia congénita que siempre estaba presente, pero ahora más real que
nunca, como una baliza a poca distancia que anunciaba el colapso, y al mismo
tiempo la desesperación se materializaba en un deseo de hundirme en una muralla
de humo de cigarro que me noqueara, que me despedazara, que me regalara un
momento de inconsciencia, de tranquilidad absoluta. Todo esto iba aumentando
exponencialmente, y por más que intentaba pensar qué era lo que me estaba
pasando, no podía encontrar ningún motivo. Puse música, Blue in green, Miles
Davis, siempre me tranquilizaba, pero ahora tampoco estaba resultando. ¡Qué
poco me conocía! No sabía qué me estaba pasando ¿porqué?, ¿será porque hoy te
vi, Magnolia, o será por otra cosa? Qué era lo que estaba desatando esta
desesperación, no lo pude saber. Habían tantos otros motivos para estar
preocupado, tantos problemas del mundo y problemas del alma, y ningún refugio
contra ellos que no fuera el cigarro, y sin embargo sabía que eso me estaba
matando también, tú misma me lo dijiste un día Magnolia, que escuchabas el
cansancio de mi pecho, como me rogaba por un descanso. Y mi abuela estaba
muriendo de cáncer de pulmón, y sin embargo no podía encontrar ninguna
escapatoria que no fuera llenarme de ese desagradable humo. Y busqué ayuda en
una amiga, ella podría decirme algo que me tranquilizara, pero no, sus propios
problemas eran tan grandes que no me atreví a cargarle los míos, es más,
después de hablar con ella quedé más acongojado de lo que estaba, y no había
nadie para darme un abrazo que me protegiera de esta inmensa soledad, en una
maldita ciudad de más de cinco millones de habitantes, y nadie que me pudiera
contener. Pasé por tu casa y no estabas o no me escuchaste, o no me quisiste
escuchar, y tuve que seguir corriendo para ver si con la velocidad dejaba atrás
estos fantasmas. En una esquina me vi atrapado por el viraje amplio de una
micro que pasó casi rozándome, y tuve un impulso anónimo de arrojarme a su
encuentro, hubiera sido lo mejor, pero sólo iba a servir para echarle a perder
el día a más personas. La gente que venía en la micro, cansada del trabajo, y
el chofér que probablemente iba a intentar evitar atropellarme, y si no lo
lograba iba a tener que pasar muchas horas en fastidiosos trámites, y la gente
en sus autos que se iban a quedar atrapadas en la congestión, la llegada de
Carabineros, la ambulancia, los gastos médicos, la recuperación, el dolor, las
secuelas… Y yo sólo quería que me dieras media hora de tu tiempo para
tranquilizarme, o que alguien me disparara simplemente, o por último cruzarme
en el trayecto de una bala anónima, innominada y perdida, para no tener que
recurrir de nuevo al humo inmundo del cigarro que ya odiaba como odia el adicto
a la heroína, y que me estaba matando
también pero de una forma ciertamente mucho más lenta, insoportáblemente lenta,
y mucho menos poética a lo que sería beber la cicuta o cortarme las venas en
una tina con agua tibia, o ahorcarme desde la rama más gruesa del árbol de tu
jardín, o lo que fuera con tal de no tener que volver a esta prisión
desesperante que es mi habitación, a seguir escribiendo este libro
insoportable.
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