viernes, 22 de enero de 2016

Inventario de huesos

A Clara la conocí en la facultad, estudiábamos lo mismo. Coqueteaba con ella, la sentaba en mis piernas, creía yo entonces, pero en realidad era ella quien me ponía a mí bajo su cuerpo en las sillas de los bares cuando salíamos. Cuando supe que la había conquistado no la quise besar, era aún un niño romántico. No. Clara era la chica más guapa de todas, se escondía, se tapaba las orejas con el pelo, pero tenía unas orejas hermosas. Ella me necesitaba para que pudiera verle las orejas cuando nadie más podía verlas. Pronto nos pusimos de novios. La primera vez que follamos estábamos en mi habitación, un rincón adolescente con espejos y flores secas. La desnudé con ansiedad. Era de verdad muy hermosa. Tuve tanto miedo que no pude lograr una erección. Nos reímos y fuimos a comer. En la cocina la miré ardorosamente, yo estaba detrás de ella. Su cuerpo me excitaba tanto. La acaricié, nos desvestimos y follamos contra el lavaplatos, contra la cocina, contra el refrigerador y luego contra el mueble de los platos, era increíble. No paramos nunca de follar, un tiempo después ya hacíamos el amor. Ella siempre tenía ganas de follar, yo también, gracias a esa sincronía nos entendimos muy bien, dentro de la cama. Y peleábamos y ella lloraba y yo me enojaba. Tenía una hija pequeña, que tenía un padre manipulador. A Clara la quería mucho, nos besábamos en la calle y todos nos odiaban
Yo me sentaba a leer en el pasto, me apoyaba en sus piernas, ella hacía cualquiera cosa. Siempre hacía como si no me entendiera, pero yo se que me entendía sin darse cuenta.
Cuando todo estaba muy mal con Clara fue cuando conocía a Lisa. Es decir, la conocía desde hace años, demasiado bien, pero entonces fue cuando volví a conocerla, demasiado bien nuevamente, Lisa era una víbora en todo el sentido de la palabra, su vida entera era bífida. Amaba al cerdo de su padre que la abandonó y odiaba a su madre que era una pobre cuarentona suicida, que hacía grandes esfuerzos por mantenerse viva para sus tres pobres hijos, Lisa, y los otros dos pequeños. Yo la admiraba un poco, a la madre, y ella me quería bastante. Lisa tenía un novio, pero se acostaba conmigo, le decía que lo amaba, y a mí también, aunque sé que en realidad no amaba a nadie. Al menos me decía que me amaba más que a él. Con eso me bastó un tiempo. Él se llevaba las peleas y la convivencia, conmigo la literatura, el sexo y las películas. El sexo con Lisa era distinto, era un ovillo de espaldas torcidas, todo era estrecho y mezquino. Amaba verle la nariz, tenía la nariz más hermosa que existiera. La follaba desde atrás y ella volvía la cabeza para mirarme. Clara en cambio follaba con los ojos cerrados, y yo le mordía el cuello. Con Lisa siempre sentía el fondo, Clara era profunda como el mar. Tocar el fondo es exactamente como lo describe Baudelaire, ser un moribundo que acaricia su fosa.
Clara y Lisa eran muy distintas, pero también eran muy iguales, las podía desnudar por capas. Con el tiempo se iban desintegrando de la misma manera en que se descalcifican los huesos, en la médula habitaba lo mismo siempre, la neurosis.
Yo no soy el tipo más sano tampoco, pero como dice Joyce, al menos puedo ser Kinch, y llevar la más hermosa de las máscaras. No tenemos porque hablar de mi justo ahora, o si.
Durante un tiempo todo esto me importó mucho, tanto que le escribí un generoso libro a Lisa para decirle cuanto la odiaba, y la llamé Magnolia. Usaba metáforas hermosas sobre pinturas de Goya y Caspar David Friedrich, intentaba escribirle como Cortázar, intentaba profundizar en víboras inconscientes y psicosis. A Clara solo le escribí poemas de amor y melancolía que hablaban sobre búhos celestes, constelaciones y abrazos maternos ausentes. Como dije antes, todo esto me importó mucho por un tiempo, luego me volqué a otros derroteros, conocí nuevos vértigos posmodernos, me bauticé cyberpunk. Ahora solo es la confección de un inventario de huesos. Houellebeq tenía las llaves de la morgue, me volví un especialista de las autopsias. 

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