miércoles, 3 de octubre de 2007

El Retrato Oval

No pude sustraerme a que mi criado me hiciera entrar, poco menos que a la fuerza, en aquel castillo para evitarme una noche al raso que hubiese sido fatal para mí, por encontrarme gravemente herido. Era el castillo uno de aquellos edificios, mezcla de grandeza y de melancolía, que desde remotos tiempos han levantado sus soberbias fachadas en medio de los Apeninos, tan grandes en la realidad como en la imaginación de la señora Radcliffe. Según toda apariencia, había sido muy recientemente abandonado.
Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente arregladas. estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendía un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.
Produjéronme profundo interés, y quizás mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitables ; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones que rodeaban el lecho. Lo quise así para poder, al menos, si no conciliaba el sueño distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada y que trataba de su crítica y su análisis.
Leí mucho tiempo; contemple las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron rápidas y silenciosas, y llegó la medianoche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad, para no turbar el sueño de mi criado, lo coloque de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera .
Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Porque? no me lo expliqué al principio, pero en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
El cuadro representaba, como ya he dicho, una joven. Se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en estilo, que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en el mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno, y las puntas de sus radiantes cabellos, perdíanse en la sombre vaga, pero profunda que servía de fondo la imágen. El marco era oval, magnificamente dorado y de un bello estilo morisco.




Chao Pescao*

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