miércoles, 25 de junio de 2014

Magnolia IV

         Sofía, yo te llamé Gardenia desde el primer momento que te vi, aún antes de haber conocido a Magnolia, y aún después de haberme sanado de ella. Sofía, tenías unos ojos de misericordia que no podías evitar, parecías mirar con piedad a todo el que se te acercara, aunque no fuera así. No tenías maravillas, Sofia, nunca fuiste más que un barco perdido, naufragando en un puerto, nunca llegaste más lejos que el vuelo del pájaro enjaulado, no bailaste con el silencio del cielo astronómico.
         Un día me diste la espalda Sofía, clavándome con un Do profundo en la pared del vacío donde tú vivías todos los días, me atropellaste de la misma manera con que un alacrán acaricia a las larvas. Estará demás decir que nunca aprendiste el lenguaje de las panteras ni la mímica de los camaleones. Siempre fuiste pésima pescando estrellas dormidas. Pero a pesar de todo eso, debo decir, Sofía, que nunca hubo una persona que saltara sobre los rejas de las bibliotecas y construyera puentes de rescate mejor que tú, jamás vi una mariposa que se comparara a tu vuelo entre las páginas, dibujando con su estela pedazos de poetas, caballos de Dalí, grandes fiestas de Baco, fabulosas luchas contra titanes en el centro del universo, en la prisión cósmica, ganando al tiempo y al espacio como trofeos invaluables, patrimonios de los ojos y del alma. Sólo tú alguna vez me amalabaste el noema, Sofia, recuérdalo, esos salvajes ambonios que se espejunaban, se apeltronaban y se reduplimiaban sobre tus hurgalios, junto a mi troc, hasta que balparmándome los murelios bebíamos de la misma copa gritando con júbilo ¡Evohé!¡Evohé!
         Te miraba, Sofía, desde la ventana de tu pieza, como cerrabas la reja y volvías a entrar, yo te estaba esperando, sentado en tu cama. Me puse la camiseta porque de pronto sentí un poco de vergüenza. Siempre me sentía repentinamente ajeno cuando estaba desnudo en tu cama después de haber hecho el amor, te gustaba abandonarme siempre, siempre tenías un motivo distinto para levantarte y hacer algo en vez de quedarte conmigo. Siempre tuviste un motivo para no estar conmigo. Te ibas saltando por un camino de piedras que no sonaba, que no se veía. Cuando yo te invadía me abandonabas en un mundo en el que no se dan las gracias, en el que las manillas del reloj se mueven cada una en distintos sentidos. Y tú forma de acompañar era el silencio sordo, que resuena en los oídos como un silencio negativo, no ausencia de sonoridad, sino presencia de desgano comunicativo , y tu forma de no estar era una ola que con su embestida siempre arrastraba arena hacia el mar, pero siempre seguía habiendo más.
         Y de pronto subías las escaleras con tus pisadas de lobo hambriento, y llegabas arriba y me mirabas con tus ojos de ocelote disimulando, disparándome sin hablar un odio que no comprendía. Ya sabía lo que querías; que me marchara, pero no te lo iba a dar tan fácil. No me soportabas un segundo más de lo que te duraba el orgasmo, como una lluvía que caía sobre todo Santiago, por veinte minutos, por veintidós minutos, por treinta y seis minutos, volver a empezar, por treinta y tres minutos más, o por veintinueve minutos más, y luego recogías tus manos desde todas partes, tus dientes, tus ojos desparramados por el suelo, debía separarte alquímicamente de la sábana enterrada, del ataúd colchón en el que morías, en el que me querías matar y te revivías, y yo te buscaba tu mirada con la mía y no la encontraba sino de casualidad pasando de esconderse entre la pared y el suelo, y entre el suelo y la ventana, y entre la ventana y la puerta. Y cuando la encontraba, tu mirada me silenciaba el pensamiento. Nunca te entendí. Nunca entendí a nadie. Que ganas de decírtelo, de gritarte ¡Toma tu antipatía y ándate al carajo! Pero era más que eso, era un bosque que habitaba afuera de tu habitación, un puente roto que brotaba desde ti en todas las direcciones. ¿Todavía piensas en ese charlatán que te lee Rimbaud sin pintar la alquimia del verbo con los colores de la basura de ayer?
De verdad, no he conocido a ninguna persona que no fuera una isla, ninguna persona que no fuera imposible de alcanzar en su profundo más centro. Que tarea la imposible. Que soledad la insondable. Y todos andan correteando por ahí ansiosos de felicidad, tan obligados a desear la felicidad, si la alcanzaran seguramente no la disfrutarían, el espacio del deseo, el saco roto. El anhelo de la felicidad te hace consciente de su ausencia. Desear es asumir su ausencia. Sigues siendo infeliz por andar buscando la felicidad, Sofía, y que culpa tengo yo.  
         Te robaría, Gardenia, a ti, o en verdad, a cualquier otra, o a Magnolia. Si el amor predefinido existe, entonces no eres especial, si no existe, entonces no lo eres tampoco, entonces puedes ser cualquiera y no ser tú, cualquier nombre que empiece con S o con F o con B, o con C, o entonces cualquier chica que he visto agachada en la calle recogiendo un gatito, o te he visto en cualquier fila de supermercado, o acostada en un sillón jugando con tus pies, o entonces te he visto desde una ventana muy alta, sentada en una plaza esperándome que termine de trabajar. Quizás te he dicho ¡hola! En un ascensor entre un piso 6 o un piso 15, y me bajo a continuación con el pecho lleno de palabras. O fuiste la aguja que me tatuó el brazo, o la mano que sostuvo la aguja, o el pelo casi crespo, los ojos casi hermosos que vi a través de los lentes, el dolor casi paciente que soporte mirándote. Tal vez fuiste la que imaginé cuando leía Stendhal y que atrapé luego en un libro empastado en imitación de cuero verde con letras doradas, la que se clavó como una aguja a martillazos en un dibujo de mi pared, inconsciente de estar dibujando milimétricamente tu retrato fallido, oculto en un dios hindú de cuatro brazos desproporcionados, que luego tuve que borrar y volver a dibujar por ser insoportablemente alegórico. La que intenté ignorar estoicamente cuando te vi en el metro y luego corriste a saludarme con tu cara de fantasía intacta como la primera vez, y me conversaste con tu agitación que tanto conozco, que no puedes ocultar, atropellando las palabras como sólo lo haces tú cuando estás nerviosa.
De verdad te robaría, te encerraría en un día nublado que amenaza con llover, porque sabes que esos días son los nuestros, y porque sabes que sé que también en estos días así piensas en mí. Y así nunca más podrías huir. Podría retenerte por más de dos semanas, que es lo que dura el ciclo de tu apego. Andando y desandando la misma historia, borrando todas las noches lo escrito para volver a escribirlo y volver a borrarlo para volverlo a escribir. Magnolia, sabes que si quiero te escribo un poema. ¿Qué diferencia tendría si la próxima vez te hiciera el amor en la luna? ¿Con que fe me duermo cuando despiertas del sueño de haber dormido que soñabas que tu fe me duerme despierto cuando crees que no creo, y creo que crees que sueño con tu sueño y no sabes que sé qué crees que quizás mañana, quizás otro día, y quizás te duermes en tu fe que piensa que sé y sabes que pienso que no crees en lo que sabes, que más bien no sabes en lo que crees, que esperas que crea lo que crees para creer que te crea, querer que te crea para creer que también quiero creer lo que crees, creer que en esta vida también, que en esta vida si, que en esta vida aunque, que en esta vida siempre.

         ¿Te puedo contar un secreto, Magnolia? Cada vez que paso por afuera de la casa donde vivías, miro tu ventana, esa ventana sin cortinas, y espero que se cruce al menos tu recuerdo, al menos tu fantasma, que para mi sigue viviendo ahí, entre esa pila de recuerdos que no se pudieron quemar, y te he santificado en mi memoria coronándote con la estrella que tú misma pescaste en la turbulencia de una noche sin cielo. Te erigiste, Magnolia, como un memorial, propio de tu naturaleza alegórica, para el recuerdo de todas las personas a quienes amando he dañado, razón y ser de todas las culpas, sentido de todas las búsquedas. Regrets! Regrets! Regrets! La arquitectura contradictoria del devenir que me he dado, que me ahoga cuando la pienso… Shanti! Shanti! Shanti!

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